El eros electrónicoRoman Gubern
I De la caverna a la electrónica
vivido una prolongada etapa de cazador, de la que empezó a salir hace menos de diez mil años, para entrar en la del pastoreo y la agricultura del Neolítico. En aquella prolongadísima fase de existencia de nuestra especie, el hombre vivió muy precariamente, enfrentado a bestias temibles y padeciendo una inseguridad angustiosa.
La profunda huella emocional generada en aquel dilatado periodo ha pervivido filogenéticamente hasta el actual ciudadano de la era postindustrial, convirtiéndole en presa fácil de angustias y zozobras psíquicas. Así, los niños pequeños tienen miedo a la oscuridad, aun sin haber padecido ninguna experiencia punitiva asociada a ella, como herencia filogenética de la inseguridad y desprotección del hombre primitivo en la noche y en un entorno de alto riesgo.
Por otra parte, los etólogos han demostrado convincentemente que, en la vida social, al igual que en la naturaleza, asistimos muchas veces a relaciones parecidas a las que los depredadores mantienen con sus presas, mediante simulaciones, tretas y agresiones, aunque en la vida social se produzcan en un marco de normas que las reglamentan y, por tanto, legitiman, a la vez que liman sus aristas más brutales y explícitas. Esta herencia filogenética explica que seamos sujetos pasivos de emociones arcaicas, disparadas desde el hipotálamo y el sistema límbico de nuestro cerebro, en forma de sensaciones de miedo, amor, odio, júbilo, depresión, inquietud, esperanza, inseguridad, placer o nostalgia, que no hemos conseguido controlar suficientemente, como saben todos los gabinetes psiquiátricos del mundo. Hoy surcamos el espacio con potentes astronaves, pero nuestra vida emocional no es muy distinta de la de un cazador de hace cien mil años.
Pero el hombre moderno se distingue físicamente de su antepasado en algunos rasgos importantes. El hombre moderno es el de más baja estatura y con el cerebro más pequeño en toda la historia de su especie. Esta disminución de tamaño es el resultado de mecanismos evolutivos que han favorecido los cuerpos más pequeños, en una estructura social que se basa más en la organización y en la eficiencia que en el esfuerzo físico para conseguir la dieta que necesita un gran cerebro. Pero, a pesar de su menor tamaño cerebral, su relación cerebro-masa corporal, el denominado "cociente de encefalización", es mayor que el de todos sus antepasados. La explicación es simple. Nuestros ancestros tenían que desplegar un gran esfuerzo físico para conseguir lo que necesitaban para vivir, por lo que la evolución favoreció a los cuerpos más corpulentos. Pero ahora los alimentos y las mercancías llegan hasta nosotros sin que apenas tengamos que movernos. Y también llega así la información, que alimenta nuestro relativamente gran cerebro, nuestro procesador supremo en el seno de la sociedad postindustrial, llamada también "sociedad del conocimiento".
Las modernas tecnologías de comunicación e información están modificando nuestras vidas, afectándolas en el plano físico (en su biosedentarismo, por ejemplo), en el intelectual y en el emocional. Sus efectos físicos e intelectuales nos son mucho mejor conocidos que sus efectos emocionales y por eso les dedicaremos especial atención a lo largo de estas páginas, que querrían presentar preferentemente al actual homo informaticus a la luz de las enseñanzas de la antropología. Pero antes es menester aclarar algunas cuestiones básicas acerca del marco histórico y los objetivos de su evolución cultural.
La evolución cultural es una estrategia inventada por el hombre para adaptarse mejor al medio ambiente que le ha tocado vivir, por lo que no puede ser la misma en la selva, en la sabana, en una zona lacustre o en el desierto. Puesto que estas estrategias son dirigidas por el hombre, las culturas humanas han conocido una gran diversificación, aunque se puedan reconocer en todas ellas algunos sustratos comunes, en relación con episodios tan fundamentales como el nacimiento, el matrimonio, la muerte, la guerra, etc. En todas las sociedades humanas existen unas predisposiciones biológicas que se elevan al rango de normas y a las que se superponen otras normas, emanadas de la inteligencia humana y no de la biología: constituyen códigos de conducta que reglamentan su convivencia y que en las sociedades más desarrolladas se plasman en leyes y reglamentos escritos. Pero está claro que las normas adoptadas no pueden ir en contra de las tendencias biológicas, porque si así fuera causarían la desaparición de la especie.
Tras este obligado y remoto preámbulo antropológico, saltemos hasta la cuna de la modernidad occidental preindustrial, hasta el siglo xviii, cuando la Ilustración formuló colectivamente su proyecto de progreso racional, que hoy percibimos como lineal, limitado e insuficiente para la complejidad del mundo de su época y, sobre todo, para la del mundo futuro. Pero podemos concordar con Habermas que sus insuficiencias no constituyen una razón para rechazar la idea de progreso racional y retroceder con ello a las etapas preilustradas, es decir, de imperio de la oscuridad. En todo caso, aquel proyecto debe enriquecerse con nuevos datos acerca de la creciente complejidad social —y las herramientas informáticas resultan muy pertinentes para coadyuvar en esta tarea—, para elaborar a partir de las nuevas realidades nuevas estrategias culturales. Porque lo que la historia moderna nos ha enseñado es que el desfase entre el desarrollo material y económico y el desarrollo político, social y moral suele resultar a la postre catastrófico.
Neofilia y neofobia en la comunicación
Una de las muchas aproximaciones posibles al conjunto de fenómenos asociados a las nuevas tecnologías de comunicación es la derivada de la perspectiva etológica, considerando al hombre como animal cultural (animal simbólico, le llamó Cassirer), como producto sinérgico de la interacción entre biología y cultura, entre naturaleza y artificio. Y así salta pronto a la vista que tal vez la razón más determinante del proceso evolutivo de la hominización radicó en su decidida tendencia neofílica, tendencia hacia la exploración y la novedad opuesta al conservadurismo neofóbico de tantas especies animales. En realidad, el hombre comparte con los restantes primates su inquietud y curiosidad exploratoria, pero el homínido que nos precedió en la evolución superó a sus congéneres en pasión neofílica y su abandono de la protección arborícola en la selva y su consecutivo adentramiento en la sabana, plagada de peligros y que posiblemente contribuyó a favorecer su estación vertical para escrutar el espacio horizontal, corrobora tal superioridad. Se ha afirmado que la curiosidad instintiva del hombre primitivo pudo superar a la de los restantes primates porque la rápida evolución de su inteligencia, que le alejó de la animalidad, le permitió disponer de un "excedente de instinto", que el ser humano canalizó hacia diversos campos de la experiencia, potenciando señaladamente su "instinto de exploración".
Es cierto que toda actitud neofílica comporta riesgos y puede convertir a la audacia en temeridad. Sin duda muchos de aquellos remotos antepasados sucumbieron por ello, pagando así un precio individual elevado por sus arriesgados tanteos, en favor del desarrollo y progreso de la colectividad a la que pertenecían. De manera que nuestros ancestros fueron aprendiendo a atemperar su curiosidad neofílica con una forma de inteligencia previsora que, a falta de mejor denominación, llamamos prudencia, un vestigio neofóbico sustentado en la racionalidad anticipatoria de los peligros potenciales. Y avanzando por esta senda el hombre se convirtió en el único mamífero capaz de fundar una civilización, en la que los medios de comunicación adquirirían además progresiva importancia. Valga esta introducción etológica para recordar que cada novedad tecnológica en el ámbito de la comunicación suscitó temores y resistencias neofóbicas, a veces exageradas y a veces perfectamente razonables. Platón, en Fedro, puso en boca de Sócrates la conocida objeción contra la escritura, señalando que fiándose de ella los hombres no usarían su memoria y no recordarían por ellos mismos. No sería malo repensar el viejo temor de Sócrates en nuestra era de enciclopedismo informático, cuando tanto confiamos en la memoria de los ordenadores. La aparición de la imprenta de tipos móviles de Gutenberg fue también recibida con hostilidad en algunos sectores, con argumentos no muy distintos a los esgrimidos cinco siglos después contra la televisión, a saber, que la lectura individual aislaría y segregaría a los ciudadanos de su comunidad y que este apartamiento podría ser peligroso para ellos y para su cohesión social. En realidad, estos temores no se equivocaban, pues tal vez la consecuencia más famosa y evidente de la lectura aislada fue la libre interpretación de los textos bíblicos, que se plasmó en el traumático cisma protestante, el más grave quebranto que ha padecido el cristianismo en su larga historia.
Cuando apareció la fotografía en 1839, algunas sectas protestantes fundamentalistas condenaron en Alemania el nuevo invento, esgrimiendo la prohibición del Éxodo 20:4 ("No te fabricarás escultura ni imagen alguna de lo que existe en la tierra...") y juzgando como osadía herética la duplicación mecánica y fidelísima del mundo creado por Dios. Éste fue un ataque teológico, pero la descalificación estética provino de alguien tan culto e ilustrado como Charles Baudelaire, quien en 1859 reprochó a la fotografía su servilismo reproductor mecánico, opuesto a la creación y la invención artística.
Cuando el fonógrafo de Edison, inventado en 1877, conoció su difusión y asentamiento social en el siglo siguiente, se alzaron muchas voces —yo todavía recuerdo esta argumentación en mi adolescencia— que sentenciaron que la música mecánica acabaría definitivamente con la música viva de las orquestas. Esto no ha sucedido, pero la industria discográfica se ha convertido en una industria cultural puntera, que en España creció un 350 por ciento entre 1991 y 1997.
Al difundirse unos años después la comunicación telefónica, inventada por Alexander Graham Bell en Estados Unidos, conoció primero en Francia un uso singular y restringido, bautizado como teatrófono, que transmitía música hasta los hogares. Fue la presión social y empresarial la que obligó a ampliar este uso primitivo tan limitado a la comunicación oral bidireccional que hoy conocemos.
El caso de la radio fue muy interesante. De hecho, la primera utilización generalizada y masiva de la radiotelegrafía se produjo durante la I Guerra Mundial, para atender a las comunicaciones militares. Cuando llegó la paz en noviembre de 1918 se abrió un debate para dilucidar qué destino se le daba a la comunicación inalámbrica, que en casi todas partes el poder militar quería seguir detentando a su servicio. Finalmente, los intereses económicos de las compañías electricas pudieron más que los militares y así nació en los años veinte la radiofonía comercial, para la información y el entretenimiento general, que ha pervivido hasta hoy.
La difusión del espectáculo cinematográfico suscitó muchas resistencias desde finales del siglo pasado, alguna muy justificada, por la alta inflamabilidad de la película de nitrato de celulosa, que provocó algunos desastrosos incendios, con numerosas víctimas. Otras objeciones eran de tipo moral, ya que algunos veían con desconfianza la mezcla de hombres y mujeres reunidos en una sala oscura, ante un espectáculo de gran capacidad de sugestión. Un director general de Seguridad madrileño, Millán de Priego, llegó a ordenar en noviembre de 1920 la separación de sexos en las salas, concediendo a las parejas casadas la parte trasera, pero iluminadas con luz roja. La temprana adaptación a la pantalla de episodios de la Pasión de Cristo ha de atribuirse, en parte, a los esfuerzos de la industria del cine primitivo para adquirir respetabilidad social y moral.
Y así llegamos a la televisión, que ha sido llamada "caja tonta" (del inglés, idiot box) y que ha generado un vocabulario específico cargado siempre de connotaciones negativas, como telebasura, contraprogramación, culebrón, teletonto, telepaciente, teleadicto, etc. Aunque en este ámbito impera, como en tantos otros, una estridente doble moral. Así, el Umberto Eco que ante la actual prodigalidad televisiva afirmó que "hoy es un signo de distinción no salir en televisión", no vacila en aparecer en la caja tonta cuando ha de promocionar una nueva novela suya. La televisión es hoy la gran colonizadora del tiempo de ocio social —con tres horas y media de contemplación diaria por habitante en nuestro país—, pues sola o combinada con el vídeo doméstico actúa en buena parte como un medio sustitutivo de otras actividades culturales, tales como la lectura, la asistencia al teatro o a museos, las tertulias y las excursiones. Hay que referirse sin ambages, por tanto, a un neto protagonismo del consumo audiovisual doméstico (es decir, sedentario y claustrofílico) en el mapa de los hábitos culturales occidentales. Aunque tal colonización cultural debe matizarse con la distinción entre telespectadores incondicionales (preferentemente amas de casa, jubilados, desocupados y enfermos) y telespectadores selectivos. Los telespectadores incondicionales lo son, sobre todo, por la pobreza de su vida de relación social, su bajo nivel cultural o la limitación de sus recursos económicos. Para ellos, la televisión es el recurso más fácil y barato, pero también el que más pronto se abandona cuando surge una alternativa más estimulante, como la llamada de un amigo para salir a pasear. De modo que el televisor pasa a ocupar el bottom-line de sus preferencias, aunque sus circunstancias personales lo convierten en la más usual, pero también en la más vulnerable a su fidelidad. La teleadicción constituye una patología social no infrecuente en las sociedades industrializadas y sin duda debía ser un teleadicto aquel ciudadano italiano que de un acontecimiento confesaba cándidamente que no estaba seguro de si lo había vivido o lo había visto en televisión, revelando así la emergencia social de un nuevo tipo de paramnesia mediática, fruto de la nueva "soledad electrónica". Diverso es, obviamente, el caso de los telespectadores selectivos y la creciente difusión de canales monográficos por cable o satélite tenderá a incrementar la fidelidad de las audiencias, de acuerdo con sus intereses específicos.
Para un historiador de la comunicación, lo más llamativo de la televisión reside en que, tras medio siglo de implantación social, sigue ocupando un lugar central en la panoplia de las nuevas tecnologías, no sólo por su dependencia actual de las nuevas redes de fibra óptica o de los satélites, sino por su eventual fusión con la pantalla del ordenador, para convertirse en el ya llamdo Teleputer (de televisor + computer), un terminal audiovisual hogareño, polifuncional e interactivo, tanto para nuestro ocio como para nuestro trabajo (teletrabajo), como para la escolarización de nuestros hijos. En el umbral del nuevo siglo el televisor está dejando de ser un terminal audiovisual que recibe pasivamente unos pocos mensajes monodireccionales para adquirir un estatuto de artefacto poliutilizable, que primará la autoprogramación y la interactividad de su operador. Cuando este uso se consolide, el televisor ya no será sólo el sucedáneo de la chimenea que reúne a toda la familia, como opinaba McLuhan, sino una singular y novedosa chimenea-pupitre convertible.
Esta perspectiva tiende a apuntar hacia el triunfo definitivo de la cultura claustrofílica, como explicaremos más adelante, opuesta a la tradicional cultura agorafílica, y a dualizar moralmente con ello dos territorios contrapuestos: la confortable seguridad del hogar y el peligro callejero, territorio de desclasados y maleantes. La opción claustrofílica que supone el teletrabajo casero ha sido defendida por sus ventajas materiales y económicas —reducción del tráfico rodado, ahorro de combustibles, descenso de la contaminación, descentralización de los territorios laborales, etc.—, pero también ha sido encausada por sus desventajas por los sindicatos que ven en el teletrabajo doméstico la destrucción del locus laborandi donde tiene lugar la comunicación interpersonal de los trabajadores y su cohesión grupal y, en general, por el aislamiento sensorial, psicológico y social con que penaliza a los individuos. No por azar los trabajadores de muchas empresas de nuevas tecnologías en Silicon Valley esgrimen el eslogan compensatorio High tech high touch.
Todos los medios enumerados en este apartado, a los que habría que sumar los derivados de la informática, constituyen el entramado de las industrias culturales contemporáneas, unas industrias que —según un estudio de la Sociedad General de Autores y Editores de España en 1999— aportan un 5 por ciento al conjunto de la economía española, situándose con ello como el cuarto sector productivo en importancia y en el que trabajan 758.000 personas.
La génesis del ocio electrónico
El desarrollo de las industrias culturales desde el final de la II Guerra Mundial ha estado asociado a la disminución de la jornada laboral, que incrementa el tiempo de ocio, y a la mejora de la capacidad adquisitiva de las clases populares. Las extenuantes jornadas laborales de doce horas que estaban en vigor en Europa hace ciento cincuenta años se han convertido en meras referencias históricas para medir el progreso recorrido desde el salvaje capitalismo manchesteriano a la sociedad del bienestar y del consumo de nuestros días. No hemos llegado todavía a la utopía diseñada por Paul Lafargue, el yerno de Marx autor de El derecho a la pereza, quien en 1880 proponía ya la jornada laboral de tres horas. En el actual horizonte europeo la semana laboral de 35 horas está a la vuelta de la esquina, beneficiada además por las políticas de horarios y calendarios flexibles. De momento, y según una encuesta de Invymark de 1998, un 42,8 por ciento de los españoles estaría dispuesto a sacrificar el 10 por ciento de su salario para ganar un 10 por ciento más de tiempo de ocio, revelando una interesante escala de prioridades. Aunque es obligado recordar aquí que en la sociedad postindustrial japonesa, sujeta a la rigorista moral confuciana, la adicción al trabajo —clasificada clínicamente como "conducta adictiva no química"— sigue produciendo muertes por estrés laboral.
No es éste el caso europeo, en el que la sociedad postindustrial ha desplegado un nuevo paisaje hedonista, al que se le denomina "sociedad del ocio", en la cual el creciente tiempo libre debería cumplir esencialmente tres funciones: 1) el relajamiento o descanso de la fatiga acumulada; 2) la diversión o entretenimiento; 3) el desarrollo de la personalidad. Existe abundante literatura acerca de los usos que los ciudadanos hacen del tiempo de ocio, incluyendo los usos embrutecedores o degradantes, ligados al alcoholismo, a la drogadicción, al vandalismo o a los espectáculos alienantes, y buena parte de la delincuencia del fin de semana en nuestras ciudades está asociada a estas patologías conductuales. Se ha dicho repetidamente que la meta de las políticas del ocio persigue que éste sea un espacio destinado a la realización positiva de la personalidad humana y a su enriquecimiento sensorial o intelectual, en el sentido en que los antiguos hablaban del otium cum dignitate, pues para los griegos el ocio era el periodo fecundo de reflexión e incubación que precede a la creación. Pero por mucho que se esfuercen las políticas del ocio, no les será fácil erradicar las borracheras colectivas o las pandillas de jóvenes enzarzadas en peleas, carreras de coches o actos de vandalismo en las noches de los sábados, que en su brutalidad expresan de un modo elemental una insatisfacción existencial o social básica.
La extensión del tiempo de ocio ha constituido un estímulo formidable para las hoy llamadas "industrias del ocio", que suministran bienes y servicios para ser utilizados en ese segmento privilegiado de la vida, en el que no se padecen obligaciones laborales ni servidumbres sociales. Las industrias del ocio, que eran industrias simplemente marginales u ornamentales en el siglo xix, son hoy grandes protagonistas de la dinámica macroeconómica occidental, como ya hemos señalado.
Muchas de las tecnologías de comunicación que hemos enumerado someramente en el apartado anterior han conocido después de la II Guerra Mundal prolongaciones y desarrollos antes inimaginables. Tal ha sucedido con la radiofonía, que, gracias a los transistores (inventados en 1947 por Bardeen, Brattain y Shockley), han convertido a los receptores en artefactos miniaturizados, compactos, autónomos y ubicuos, que tienen un provechoso mercado parásito en el expansivo parque automovilístico. En la ciudad de Los Ángeles, debido a su extensión y particular estructura viaria y urbana, puede hablarse, por ejemplo, de una verdadera cultura autorradiofónica, en la que la movilidad ciudadana es física y acústica a la vez, pues en la prolongada soledad en el interior del automóvil que atraviesa sus autopistas, el conductor aparece unido con el exterior mediante el invisible hilo hertziano que le conecta a un amplio espectro de posibilidades: emisoras solamente informativas, o especializadas en música de rock, o de ópera, etc. No podemos conducir un coche o escribir viendo a la vez la televisión o leyendo un libro, pero podemos hacerlo escuchando la música de fondo de un altavoz radiofónico. Está claro que esta gran virtud puede degenerarse en la contrapartida de su trivialización, como mero "ruido de fondo doméstico". Es famosa, en este aspecto, la respuesta reiterada que muchas amas de casa norteamericanas ofrecieron en una encuesta acerca de las razones para su fidelidad radiofónica. "Es una voz en el hogar", dijeron en muchos casos, revelando así involuntariamente el síndrome contemporáneo del miedo a la soledad, manifestado como un neurótico miedo al silencio.La llamativa transformación de la industria radiofónica desde 1950 estuvo también asociada a la emergencia de las emisoras de frecuencia modulada, a la alta fidelidad y a la esterofonía, progresos que cristalizaron también en la erupción de las discotecas como epicentro de la cultura adolescente y juvenil. Las discotecas, nacidas a la sombra de la implantación de los discos de microsurco (de 45 y 33 1/3 revoluciones por minuto), liquidaron de un plumazo las antiguas salas de baile con orquesta e introdujeron una verdadera revolución en las costumbres juveniles, inseparables de la cultura del rock y de la música pop, con nombres tan rutilantes y fetichizados como Elvis Presley, los Beatles, los Rolling Stones, Prince, Michael Jackson o Madonna. Una nueva constelación de mitos nació catapultada por las discotecas, los tocadiscos baratos, las radios de los automóviles y los walkmen, en un fenómeno de sinergismo mediático acelerado. El impacto de las nuevas estrellas musicales no fue sólo sonoro, sino también visual, inevitable en la nueva civilización de la imagen. A Elvis se le conoció popularmente como The Pelvis, por sus expresivos movimientos, y los Beatles se identificaron por sus melenas, Prince y Madonna por su descarado porte sexual (la segunda revalorizó la ropa interior en los escenarios) y Michael Jackson por la anómala blancura de su piel. Por otra parte, la estética y el capital simbólico de las discotecas —nuevos territorios urbanos de placer ritual— se apoyó en otras aportaciones mitológicas de la cultura de masas, en especial en las procedentes de la ciencia-ficción de las tiras dibujadas y de las películas cinematográficas. Así, los rayos luminosos que cruzan y barren las pistas de baile evocan la iconografía de las batallas intergalácticas con rayos láser, mientras que nada se parece más a un cuadro de mandos de un disc jockey, con sus controles y guiños luminosos, que el cuadro de mandos de una astronave de ficción. Este mimetismo era explicable, pues los destinatarios de ambas propuestas culturales eran los mismos, reclutados en los sectores adolescentes-juveniles, a los que el cine se dirigía con un lenguaje estético que les era familiar. Habría que añadir que la función esencial del capital semiótico aportado por esta parafernalia desde las pantallas era la de conseguir una eficaz embriaguez psicodélica y sensorial de la audiencia, a la vez que sus recurrentes signos de poder —astronaves faliformes y superveloces, armas devastadoras, ordenadores superpotentes— suministraban una seguridad ilusoria a su audiencia en la fase de su inseguridad existencial, alentaba una consolación megalómana para sus frustraciones personales y permitía la proyección de sus pulsiones agresivas.La discoteca, convertida así en nuevo templo de la cultura preadolescente, adolescente y juvenil, arrebató muchos espectadores a las salas de cine y Hollywood tuvo que reaccionar con la película Fiebre del sábado noche (Saturday Night Fever, 1977), de John Badham, para atraer con las proezas coreográficas y eróticas de John Travolta, sublimando sus frustraciones en una pista de baile, a los jóvenes que habían desertado de las salas oscuras, hablándoles precisamente de sus nuevos gustos y estilos de vida e inaugurando así el género cinematográfico del disco-film.
Las discotecas triunfaron, también, por la funcionalidad erótica de su ritual, en el ocaso de la puritana década de los años cincuenta. La música de baile, al imponer un ritmo común y compartido a los bailarines, refuerza su vínculo emocional, con una sincronía que les convierte en cómplices gozosos de un mismo rito, al igual que ocurre en las danzas de las tribus primitivas. Además de tal complicidad emocional, sus evoluciones y contorsiones, a los ritmos agitados de la música moderna, hace que sus movimientos incluyan expresivos movimientos pélvicos, de obvio significado erótico, mientras que el sudor axilar fresco de los danzantes ejerce una atracción específica, por su transimisión de feromonas, para el bailarín del sexo opuesto. Se trata, en resumidas cuentas, de un ritual coreográfico fuertemente desinhibidor y muy propicio para las aproximaciones sexuales. La discoteca nació, en una palabra, para propiciar colectivamente y con medios técnicos sofisticados el triunfo de eros. De manera que las industrias del sonido electrónico se bifurcaron, como un árbol del bien y del mal, para promover por una parte el aislamiento radiofónico de millones de individuos, en el interior de sus automóviles o de sus hogares, y por la otra para incentivar su cálida socialización en el interior de penumbrosas discotecas. Esta bifurcación funcional constituía una prueba aplastante de la plasticidad de las tecnologías electrónicas de comunicación para generar pautas de conducta diversificadas.
Pero es menester recordar que el sistema sensorial humano está programado para primar la información audiovisual, a diferencia de la mayoría de especies animales, que dependen básicamente del olfato y del gusto. Esta primacía se refleja en el vocabulario humano, pues de dos tercios a tres cuartas partes de todas las palabras que describen impresiones sensoriales se refieren a la visión y al oído. Por ello no ha de extrañar que, tras la emergencia del tocadiscos y de la radio, la industria electrónica que resultaría más potente e influyente, y que constituyó de hecho un desarrollo o perfeccionamiento de la radiofonía, sería la televisión.
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